Detrás de la cáscara de un limón
yo veo,
yo puedo ver.
¡Oh Señor!
¿Vas a verter mi piel adentro para que vea adónde anida el águila
y se retuercen los crustáceos?
¿Vas a vender la cicatriz heredada de tantos mártires suicidas
y saturar de sal y espejos cada gramo de nostalgia?
Detrás de la concavidad se llana un espacio
se advierte la mustia recolección de huesitos,
dos más dos, dos
tres más tres, tres.
La inducción de la cordura destila vapor y entuertos.
En un vaivén recetado por la liviandad de un monje
presto a las mermeladas,
adivino bulevares
donde es sumamente urgente apropicuar el cuerpo,
ése que no sabe de sus límites discretos.
Y así lo verán en el vidrio,
en el último asiento del bus de la tarde,
donde la mirada se confunde con la urgencia del horizonte
que sólo podría refutar el apocalipsis.
¿No lo ves?
Aún de su mano muerta se lleva las cortinas
que más aglomerante que la mariposa
en duelo,
algunas notas tiesas a punto de domingo,
el constructo inepto de intentar demostrar por la lógica
el axioma de mi soledad de sangre y tierra.
Cuando él se ha ido sólo me queda un puñado de lunares,
la recolección sacra de cada fantasma que me atore de su paso
el hambre angustiante de reemplazar el paisaje superior de su señuelo
y algunos duendes deteriorando las palabras a cuenta reloj.
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